CLASE 10

 
Estructura metafísica del Psicoanálisis de Sigmund Freud
 
Parte 2
 
 
La fundación a fortiori del psicoanálisis en “hechos fisiológicos”
 
*Aspectos pendientes 03
 
 
M. Verónica Arís Zlatar
 
Estimados alumnos,
 
Nuestras lecturas a David Hume no han sido casuales. Como hemos indicado en la clase anterior (Clase 09), se enmarcan en la discusión entre “las cuestiones de hecho” y “las cuestiones de derecho”, las cuales nos aportarán luz respecto de qué “hecho” de conciencia hablamos en la estructura epistemológica de la psicología en general.
 
Con Hume hemos visto que esta distinción se establece en varias direcciones que podemos simplificar en dos:
1)      Que respecto del objeto de estudio, hay ciencias relativas a las relaciones de ideas, y otras a las cuestiones de hecho.
2)     Que respecto de su garantía, las prescripciones empíricas que permiten alguna anticipación en torno a efectos de una causa, no se encuentran formalmente garantizadas. Es decir, más allá de que materialmente podemos equivocarnos, formalmente la anticipación tiene de sustrato las asociaciones por semejanza, las cuales han sido asumidas por costumbre, y su validez es sólo probabilística. Por tanto, la anticipación, en cuanto a su forma, es ella misma una aporía o bien un engaño forzado de nuestro conocimiento de hechos.
 
Por otra parte, en la misma clase 09 hemos leído al comienzo un pasaje de Husserl de Lógica Formal y Lógica Trascendental. Allí hemos echado un vistazo a un asunto medular para la fenomenología que quiero que comience a germinar entre nosotros como inquietud, a saber: la unidad entre intencionalidad y evidencia. Me interesa que, mientras leamos Hume y Kant, ustedes puedan tener en el horizonte, aunque sea de un modo parcialmente comprendido, que:
·         las pretensiones científicas de la fenomenología
§  no sólo reúnen epistemológicamente “hechos y esencias”,
§  sino que sus leyes formales (que se refieren a la intencionalidad) se deben donar de modo inmediato (con evidencia).
 
En tal caso, una descripción intencional no es una mera ley inductiva general al modo de Franz Brentano, a partir del factum del cogito cartesiano, sino intuida de modo eidético categorial, ampliando el campo de validez de las –si se quiere- humeanas “relaciones de ideas”, al entero horizonte de lo que pueda presentarse a nuestra percatación.
 
Por este motivo es que cuando comenzamos con este debate entre “cuestiones de hecho” y “cuestiones de derecho”, indicamos dos abusos de la filosofía moderna:
1)      La extrapolación de los hechos versus su modo de ser conocido (su derecho).
2)     Olvidar la esfera de sentido que participa en toda definición de un hecho, en su modo y acontecer.
 
Ahora vamos a hacer lectura de algunos pasajes de Kant. La pertinencia de esta revisión a Kant es la siguiente:
 
Por un lado, hay que saber que la famosa frase de “cuestiones de hecho y cuestiones de derecho” es el asunto que Kant pone de relieve en el parágrafo 13 de la Crítica de la Razón Pura.
 
Por otro lado, la redefinición del conocimiento a priori que tanto critica Hume es fundamental para entender en buena medida lo que es a priori en Husserl, en esta unidad entre “hechos y esencias” que les comento. Ahora, también hay que tener en claro que Husserl se va a separar de Kant en varios aspectos, pero por ahora es importante comprender a través de Kant el grueso del sentido de lo a priori, y luego revisaremos en qué respectos Husserl redefine esas consideraciones.
 
Y por último, junto con lo a priori, el campo trascendental que Kant inaugura es el campo de la fenomenología husserliana. Bien podemos discutir si la fenomenología hermenéutica heideggeriana tiene o no notas trascendentales, como les indicaré en algunos apuntes de “análisis de lectura” de los textos de Kant. Pero si lo que nos proponemos es comprender el sitio que funda el planteamiento husserliano, más vale comprender profundamente de qué índole es este campo trascendental.
 
En lo que nos compete para el diagnóstico clínico, a mi juicio sería una aberración utilizar las adquisiciones fenomenológicas desde una mirada meramente naturalista (al modo de los empiristas tradicionales). Si bien las estructuras descritas por Husserl pueden tener una validez que permita poder transcribirlas a la técnica científica en una operatoria mecánica-automática-ciega, el espíritu fenomenológico es eminentemente filosófico y no técnico. Esto quiere decir que la auténtica validez de una estructura descrita por Husserl está dada solamente en la efectiva posibilidad de revivir las intenciones implícitas que a ella alimentan.
 
Sólo por eso, y siendo permeable a las inquietudes que ustedes van trayendo a clases, es que les he ido trazando este camino que parece darse una vuelta muy larga, y sin embargo quizás sea la más corta. Lo importante para mí como su profesora de fenomenología es potenciar sus conocimientos específicos y de experiencia clínica con la mirada fenomenológica, de modo que puedan acceder a toda aquella bibliografía que procede de una mirada fenomenológica. Yo por mi parte no conozco toda esa bibliografía, sin embargo estoy segura que si tales autores siguen el espíritu husserliano:
·         o bien van a indicar específicamente las reducciones o los tipos de variaciones imaginarias con las que proceden metodológicamente para dar cuenta de la validez de sus aproximaciones,
·         o bien esperarán que el lector se encuentre facultado con la metodología fenomenológica tradicional.
 
Si lo que sucede es lo segundo, como he visto, existe el peligro de que sus planteamientos se lean desde una visión naturalista, cuyo origen es –y siguiendo a Hume- discutible. Como tal espiral de controversia teórica ya fue escenario de Husserl en su tiempo, y como, hasta donde yo sé, no hay exponente más diestro que él para superar las diversas aporías, bien vale aprender las razones que dan vida al sitio epistemológico de la fenomenología husserliana.
 
Ahora, si me pongo a pensar en general de los desarrollos que yo conozco de Husserl y de qué modo podemos hacerlos más cercanos a nuestras inquietudes clínicas, me veo inclinada a plantear aquí una primera disección. Nuevamente acuñaré términos por necesidad didáctica (chiste). No saben el pudor que me da hacerlo, pero no me queda otra. Husserl es difícil de leer y seguir, poca gente se dedica a esto, y los que se dedican están en otras partes del mundo. Así que vamos para adelante.
 
Digamos que aquello que alarma o que se levanta como una señal preocupante en-de-para nuestra unidad de sentido vivida-viviente (noema, o como les sugerí hace varias clases atrás con el “the meeting point” de las diversas procedencias formales y motivantes) puede tener una gradiente infinita de problematicidad, pero podemos distinguir en medio de tal gradiente que se entremezclan dos tipos de problemas (en tanto géneros sumos de origen o procedencia):
·         a uno lo podemos llamar “nudos semánticos de interpretación de mundo y sí mismo”, que corresponde más bien a la urdimbre de instituciones de sentido, y
·         a los otros podemos designarles directamente el nombre de “problemas/quiebres de estructura” como es el caso de ciertas situaciones temporales, espaciales, de la yoicidad en general, etc.
 
Para el primer caso, hemos de estudiar a cabalidad toda la fenomenología genética. Para el segundo caso, principalmente la fenomenología estática, sobre todo la temporalidad. Pero en realidad, para ambos hay que estudiar la fenomenología completa y progresar más que ella si llegamos a tener esa suerte.
 
Ahora, el punto que también quiero indicarles aquí, y es más que nada una invitación personal, es definir o constatar lo normal como lo típico, y lo a-normal como lo a-típico. ¿A qué me refiero? Me refiero a que la fenomenología NO conoce el origen metafísico de la conciencia, y sería un dogmatismo asumir de buenas a primeras que todo lo a-normal es equivalente a “enfermo”. Ciertamente, buena cantidad de lo a-normal es enfermo, pero también hemos de saber que en realidad es a-típico. Un ejemplo simple son las alucinaciones: una iluminación mística es a-normal, esto es, a-típica, pero no necesariamente enferma. Hildegarda Von Bingen, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, etc., no son enfermos. Otro ejemplo y que nos atañe directamente: la evidencia eidética es algo que ha sido difícil de conseguir históricamente, y no es –creo- una posibilidad enfermiza (chiste). Y así podemos encontrar innumerables casos donde lo a-típico en realidad ha alimentado culturalmente nuestra civilización, y que en tal caso, si dependemos únicamente de nuestra nomenclatura psiquiátrica de hoy, deberíamos declarar que todos ellos, padres del espíritu filosófico, artístico y científico, han sido enfermos.
 
Esto claramente me resulta ridículo escribirlo. Sin embargo, lo interesante está en constatar la dificultad de establecer un diagnóstico clínico complejo, de reconocer sus notas, y la densidad de cada una de ellas, en el campo ilimitado de la conciencia, cuyo origen metafísico no se haya –al menos para la filosofía occidental- esclarecido. En tal caso, la fenomenología no va a ser ella quien esclarezca este origen. Ella no predica respecto de las cuestiones metafísicas. La fenomenología, aun cuando sea ciencia primera, es eminentemente modesta.  Se atiene a lo que se muestra, en tanto se muestra y tal como se muestra. En este sentido, ella sólo se pregunta por el “cómo” del aparecer, no por el “por qué” del aparecer, ni por el “más allá de qué”, ni el “para qué” del aparecer. Mas, el progreso de la evidencia intencional al interior de la fenomenología podría pre-delinearnos la forma de la cara inversa de lo visible (consciente), esto es, su sustrato invisible -tema que por cierto inquieta muchísimo a Michel Henry, quien busca una “inversión” de la fenomenología.
 
Ya aclarado todo esto, pasemos entonces a conocer qué es esto de lo a priori y de lo trascendental en el contexto de discusión que nos convoca: “las cuestiones de hecho y las cuestiones de derecho”. Leamos entonces al padre de la filosofía trascendental: Immanuel Kant.
 
  
Crítica de la Razón Pura
(A: 1781, B: 1787)
Immanuel Kant

 
 
INTRODUCCIÓN / Einleitung
[Texto de la edición B (pp. B1-B3)]
 
 
I.                 SOBRE LA DISTINCIÓN ENTRE EL CONOCIMIENTO PURO Y  EMPÍRICO
 
[1] No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.
 
[2] Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de la dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.
 
[3] Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia.
 
[4] De todas formas, la expresión a priori no es suficientemente concreta para caracterizar por entero el sentido de la cuestión planteada. En efecto, se suele decir de algunos conocimientos derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar de ellos o de obtenerlos a priori, ya que no los derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída, no obstante, de la experiencia. Así, decimos que alguien que ha socavado los cimientos de su casa puede saber a priori que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la experiencia de su caída de hecho. Sin embargo, ni siquiera podría saber esto enteramente a priori, pues debería conocer de antemano, por experiencia, que los cuerpos son pesados y que, consiguientemente, se caen cuando se les quita el soporte.
 
[5] En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición “Todo cambio tiene una causa” es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede extraerse de la experiencia.
 
 
PRÓLOGO
[Texto de la edición B (pp. B xvi-xvii)]
 
[…] Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos –algo que ampliara nuestro conocimiento- desembocaban en el fracaso. Intentemos pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados. Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico. Éste, viendo que no conseguía explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el ejército de estrellas giraba alrededor del espectador, probó que no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando las estrellas en reposo. En la metafísica se puede hacer el mismo ensayo, en lo que atañe a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podría conocerse algo a priori sobre esa naturaleza. Si, en cambio, es el objeto (en cuanto objeto de los sentidos) el que se rige por la naturaleza de nuestra facultad de intuición, puedo representarme fácilmente tal posibilidad. Ahora bien, como no puedo pararme en estas intuiciones, si se las quiere convertir en conocimientos, sino que debo referirlas a algo como objeto suyo y determinar éste mediante las mismas, puedo suponer una de estas dos cosas: o bien los conceptos por medio de los cuales efectúo esta determinación se rigen también por el objeto, y entonces me encuentro, una vez más, con el mismo embarazo sobre la manera de saber de él algo a priori; o bien supongo que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, única fuente de su conocimiento (en cuanto objetos dados), se rige por tales conceptos. En ese segundo caso veo en seguida una explicación más fácil, dado que la misma experiencia constituye un tipo de conocimiento que requiere entendimiento y éste posee unas reglas que yo debo suponer en mí ya antes de que los objetos me sean dados, es decir, reglas a priori. Estas reglas se expresan en conceptos a priori a los que, por tanto, se conforman necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que deben concordar. Por lo que se refiere a los objetos que son meramente pensados por la razón –y, además, como necesarios-, pero que no pueden ser dados (al menos tal como la razón los piensa) en la experiencia, digamos que las tentativas para pensarlos (pues, desde luego, tiene que ser posible pensarlos) proporcionarán una magnífica piedra de toque de lo que consideramos el nuevo método del pensamiento, a saber, que sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas.
 
 
 
INTRODUCCIÓN / Einleitung
[Texto de la edición A (pp. A1- A6)]
 
II.              LA IDEA DE LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL
 
[1] La experiencia es, sin ninguna duda, el primer producto surgido de nuestro entendimiento al elaborar éste la materia bruta de las impresiones sensibles. Por ello mismo es la primera enseñanza y constituye, en su desarrollo, una fuente tan inagotable de informaciones nuevas, que nunca faltará la concatenación entre todos los nuevos conocimientos que se produzcan en el futuro y que puedan reunirse sobre esta base. Sin embargo, nuestro entendimiento no se reduce al único terreno de la experiencia. Aunque ésta nos dice qué es lo que existe,  no nos dice que tenga que ser necesariamente así y no de otra forma. Precisamente por eso no nos da la verdadera universalidad, y la razón, tan deseosa de este tipo de conocimientos, más que satisfecha, queda incitada por la experiencia. Dichos conocimientos universales, que, a la vez, poseen el carácter de necesidad interna, tienen que ser por sí mismos, independientemente de la experiencia, claros y ciertos. Por ello se los llama conocimientos a priori. Por el contrario, lo tomado simplemente de la experiencia se conoce sólo, como se dice, a posteriori, o de modo empírico.
 
[2] Ahora bien, nos encontramos con algo muy singular: incluso entre nuestras experiencias se mezclan conocimientos que han de tener su origen a priori y que tal vez sólo sirven para dar cohesión a nuestras representaciones de los sentidos. En efecto, si eliminamos de las experiencias lo que pertenece a los sentidos, quedan todavía ciertos conceptos originarios y algunos juicios derivados de éstos que tienen que haber surgido enteramente a priori, independientemente de la experiencia, ya que hacen que pueda decirse –o, al menos, que se crea que puede decirse- de los objetos que se manifiestan a los sentidos más de lo que la simple experiencia enseñaría y que algunas afirmaciones posean verdadera universalidad y estricta necesidad, cualidades que no pueden proporcionar el conocimiento meramente empírico.
 
[3] Pero lo que es aún más significativo es esto: que ciertos conocimientos incluso abandonan el campo de todas las experiencias posibles, y tienen la apariencia de ensanchar, mediante conceptos a los que no se les puede dar ningún objeto correspondiente en la experiencia, el alcance de nuestros juicios, más allá de todos los límites de ésta.
 
 [4] Y precisamente en estos últimos conocimientos que se salen del mundo sensible, [conocimientos] en los que la experiencia no puede suministrar ni hilo conductor, ni correctivo alguno, residen aquellas investigaciones de nuestra razón que consideramos, por su importancia, las principales, y cuyo propósito final tenemos por más elevado que todo lo que pueda aprender el entendimiento en el campo de los fenómenos. Allí, aun corriendo el peligro de errar, preferimos arriesgarnos a todo, antes que abandonar investigaciones tan importantes, por motivo de algún reparo o por menosprecio o indiferencia.
 
[5] Ahora bien, por cierto que parece natural que no se erija enseguida, tan pronto como se ha abandonado el suelo de la experiencia, un edificio, con conocimientos que se poseen sin saber de dónde proceden, y confiando en el crédito de principios cuyo origen se desconocen, sin asegurarse previamente de los fundamentos de él mediante investigaciones cuidadosas; y [parece natural] que por consiguiente se haya planteado hace ya mucho tiempo la pregunta de cómo puede el entendimiento llegar a todos esos conocimientos a priori, y qué alcance, qué validez y qué valor puedan ellos tener. En efecto, no hay nada más natural, si por esta palabra se entiende aquello que debería acontecer de manera justa y razonable; pero si se entiende por eso lo que habitualmente sucede, entonces nada es, por el contrario, más natural ni más comprensible que el largo tiempo. Pues una parte de estos conocimientos, los matemáticos, está desde antiguo en posesión de la confiabilidad, y por ello permite también a otros [conocimientos] una expectativa favorable, aunque éstos sean de naturaleza enteramente diferente. El aliciente de ensanchar uno sus conocimientos es tan grande, que uno sólo puede ser detenido en su progreso por una clara contradicción con la que tropiece. Pero ésta se puede evitar, si uno hace sus invenciones con cuidado; sin que por ello dejen de ser invenciones. La matemática nos da un ejemplo brillante, de cuán lejos podemos llegar con el conocimiento a priori, independientemente de la experiencia. Ahora bien, ella se ocupa de objetos y de conocimientos, sólo en la medida en que ellos se puedan exponer en la intuición. Pero esta circunstancia fácilmente pasa inadvertida, porque la mencionada intuición puede ser ella misma dada a priori, y por tanto apenas se diferencia de un mero concepto puro. Estimulado (“arrebatado” en B) por semejante prueba del poder de la razón, el impulso de ensanchamiento no reconoce límites. La ligera paloma, al surcar en libre vuelo el aire cuya resistencia siente, podría persuadirse de que en un espacio vacío de aire le podría ir aún mucho mejor. De la misma manera, Platón abandonó el mundo sensible, porque opone al entendimiento tan variados obstáculos, y se aventuró en alas de las ideas más allá de él, en el espacio vacío del entendimiento puro. No advirtió que con sus esfuerzos no ganaba camino, porque no tenía apoyo resistente sobre el que afirmarse, como si fuera un soporte, y al cual pudiera aplicar sus fuerzas, para poner al entendimiento en movimiento. Pero es un destino habitual de la razón humana en la especulación el acabar su edificio lo más pronto posible, y sólo después investigar si el fundamento de él estaba bien asentado. Entonces se aducen toda especie de pretextos para conformarnos con su buena construcción, o para evitar una prueba tardía y peligrosa. Pero lo que durante la edificación nos libra de cuidados y de sospecha, y nos adula presentándonos una aparente firmeza de los fundamentos, es lo siguiente: Una gran parte, y quizá la mayor, de la tarea de nuestra razón consiste en la descomposición de los conceptos que ya poseemos, de los objetos. Esto nos suministra una multitud de conocimientos que, aunque no sean más que esclarecimientos o explicaciones de aquello que ya había sido pensado en nuestros conceptos (aunque de manera todavía confusa), son apreciados como cogniciones nuevas, al menos, según la forma, aunque según la materia, o el contenido, no ensanchan los conceptos que tenemos, sino que sólo los despliegan. Puesto que este procedimiento suministra un efectivo conocimiento a priori, que tiene un progreso seguro y provechoso, entonces la razón, pretextando esto, introduce subrepticiamente, sin advertirlo ella misma, afirmaciones de especie muy diferente, en las cuales la razón añade a priori, a los conceptos dados, otros enteramente ajenos, sin que sepa cómo llega a ellos, y sin pensar siquiera en plantearse esta pregunta. Por eso quiero tratar, ya desde el comienzo, acerca de la diferencia de estas dos especies de conocimiento.
 
 
 
INTRODUCCIÓN / Einleitung
[Texto de la edición B (pp. B3- B6)]
 
II.              ESTAMOS EN POSESIÓN DE DETERMINADOS [CIERTOS] CONOCIMIENTOS  A PRIORI, Y QUE INCLUSO EL ENTENDIMIENTO COMÚN NO CARECE DE ELLOS
 
[1] Se trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia,  si se encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. Si, además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria, entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, son simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no es, pues, más que una arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la mayoría de los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la proposición “Todos los cuerpos son pesados”. Por el contrario, en un juicio que posee esencialmente universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados entre sí. Pero, dado que en su aplicación es, de vez en cuando, más fácil señalar la limitación empírica de los juicios que su contingencia, o dado que a veces es más convincente mostrar la ilimitada universalidad que atribuimos a un juicio que la necesidad del mismo, es aconsejable servirse por separado de ambos criterios, cada uno de los cuales es por sí solo infalible.
 
 [2] Es fácil mostrar que existen realmente en el conocimiento humano semejantes juicios necesarios y estrictamente universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos un ejemplo de las ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones matemáticas. Si queremos un ejemplo extraído del uso más ordinario del entendimiento, puede servir la proposición “Todo cambio tiene una causa”. Efectivamente, en esta última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla, que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo Hume, de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la costumbre (es decir, de una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal asociación, de enlazar representaciones. Podríamos también, sin acudir a tales ejemplos para demostrar que existen en nuestro conocimiento principios puros a priori, mostrar que éstos son indispensables para que sea posible la experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes? De ahí que difícilmente podamos considerar tales reglas como primeros principios. A este respecto nos podemos dar por satisfechos con haber establecido como un hecho el uso puro de nuestra facultad de conocer y los criterios de este uso. Pero no solamente encontramos un origen a priori entre juicios, sino incluso entre algunos conceptos. Eliminemos gradualmente de nuestro concepto empírico de cuerpo todo lo que tal concepto tiene de empírico: el color, la dureza o blandura, el peso, la misma impenetrabilidad. Queda siempre el espacio que dicho cuerpo (desaparecido ahora totalmente) ocupaba. No podemos eliminar este espacio. Igualmente, si en el concepto empírico de un objeto cualquiera, corpóreo o incorpóreo, suprimimos todas las propiedades que nos enseña la experiencia, no podemos, de todas formas, quitarle aquella mediante la cual pensamos dicho objeto como sustancia o como inherente a una sustancia, aunque este concepto sea más determinado que el de objeto en general. Debemos, pues, confesar, convencidos por la necesidad con que el concepto de sustancia se nos impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a priori.
 
 
ANALÍTICA DE LOS CONCEPTOS
CAPÍTULO II
 
DE LA DEDUCCIÓN DE LOS CONCEPTOS PUROS DEL ENTENDIMIENTO
 
§13     Principios de una deducción trascendental en general
 
[Texto de la edición B (pp. B116- B124)]
 
[1] Los juristas, cuando hablan de derechos y de pretensiones, distinguen, en un proceso jurídico, la cuestión acerca de lo que es de Derecho (quid juris) de la [cuestión] que se refiere al hecho (quid facti); y exigiendo prueba de ambas, llaman a la primera [prueba], que tiene que demostrar el derecho o también la pretensión legítima, la deducción. Nos servimos de una multitud de conceptos empíricos sin oposición de nadie, y nos consideramos autorizados, aun sin deducción, a asignarles un sentido y una significación imaginaria, porque siempre tenemos a mano la experiencia para demostrar la realidad objetiva de ellos. Pero hay también conceptos usurpados, como los de suerte, destino, que circulan con casi universal indulgencia, pero que a veces son interpelados con la pregunta quid juris, y entonces cae uno en no pequeña perplejidad con respecto a la deducción de ellos, al no poder aducir ningún fundamento preciso, ni a partir de la experiencia, ni [a partir] de la razón, que torne nítido el derecho al uso de ellos.
 
[2] Pero entre los varios conceptos que forman el tejido muy entremezclado del conocimiento humano hay algunos que están determinados también para el uso puro a priori (enteramente independiente de toda experiencia), y esta competencia de ellos requiere siempre una deducción; porque para [establecer] la legitimidad de tal uso no son suficientes las pruebas [tomadas] de la experiencia, pero sin embargo uno debe saber cómo es que esos conceptos pueden referirse a objetos no tomados de experiencia alguna.  Por eso, llamo a la explicación de la manera como conceptos pueden referirse a priori a objetos, la deducción trascendental de ellos, y la distingo de la deducción empírica, que muestra la manera como un concepto ha sido adquirido por experiencia y por reflexión sobre ésta, y que por tanto no concierne a la legitimidad, sino al hecho por el cual se ha originado la posesión.
 
[3] Ahora tenemos ya dos clases de conceptos de especie enteramente diferente, que concuerdan empero entre sí en que ambas se refieren enteramente a priori a objetos; a saber, los conceptos del espacio y del tiempo, como formas de la sensibilidad, y las categorías, como conceptos del entendimiento. Pretender intentar una deducción empírica de ellos sería un trabajo enteramente inútil; porque lo distintivo de su naturaleza reside precisamente en que se refieren a sus objetos sin haber tomado de la experiencia nada para la representación de ellos. Por consiguiente, se es necesaria una deducción de ellos, ella deberá ser siempre [una deducción] trascendental.
 
[4] Sin embargo, de estos conceptos, como de todo conocimiento, se puede buscar en la experiencia, si no el principio de su posibilidad, al menos las causas ocasionales de su generación; en cuyo caso las impresiones de los sentidos dan la primera ocasión para abrir respecto de ellos toda la potencia cognoscitiva y producir la experiencia, la cual contiene dos elementos heterogéneos, a saber, una materia para el conocimiento, [materia] procedente de los sentidos, y una cierta forma de ordenarlo, procedente de la fuente interna del puro intuir y del puro pensar; los cuales, sólo con ocasión de las primeras, se ponen en funcionamiento y producen conceptos. Tal rastreo de los primeros esfuerzos de nuestra facultad cognoscitiva para ascender, de percepciones singulares, a conceptos universales, tiene sin duda su gran utilidad, y hay que agradecer al célebre Locke que haya abierto, el primero, el camino para ello. Pero con ello nunca se obtiene una deducción de los conceptos puros a priori, porque ella no se alcanza, de ninguna manera, por este camino; pues en lo que respecta al uso futuro de ellos, que tiene que ser enteramente independiente de la experiencia, deben mostrar un certificado de nacimiento muy diferente de [aquel que certifica] su procedencia de la experiencia. A esta derivación fisiológica [así] intentada, que no puede llamarse propiamente deducción, porque concierne a una quaestionem facti, la llamaré, por eso, la explicación de la posesión de un conocimiento puro. Es claro, por tanto, que de éstos sólo puede haber una deducción trascendental, y nunca una empírica; y que ésta última, con respecto a los conceptos puros a priori, no consiste sino en vanas tentativas en las que sólo puede ocuparse quien no haya comprendido la naturaleza enteramente peculiar de estos conocimientos.
 
[5] Ahora bien, aunque se admita la única manera de una posible deducción del conocimiento puro a priori, a saber, la [que se efectúa] por la vía trascendental, de ello no resulta, sin embargo, que ella sea inevitablemente necesaria. Más arriba hemos perseguido los conceptos de espacio y de tiempo, mediante una deducción trascendental, hasta sus fuentes, y hemos explicado y determinado su validez objetiva a priori. Sin embargo, la geometría sigue su marcha segura por puros conocimientos a priori, sin tener que pedirle a la filosofía una carta credencial acerca del origen puro y legítimo de su concepto fundamental de espacio. Pero el uso del concepto, en esta ciencia, sólo se dirige al mundo sensible externo, de la intuición del cual el espacio es la forma pura, en la cual, entonces, tiene su evidencia inmediata todo conocimiento geométrico, porque se funda en la intuición a priori, y [en la cual] los objetos son dados a priori (en lo que respecta a la forma) por el conocimiento mismo, en la intuición. Por el contrario, con los conceptos puros del entendimiento comienza la ineludible necesidad de buscar la deducción trascendental, no sólo de ellos mismos, sino también del espacio; porque, puesto que ellos hablan de objetos, no mediante predicados de la intuición y de la sensibilidad, sino [mediante predicados] del pensar puro a priori, se refieren universalmente a objetos sin [atender a] ninguna de las condiciones de la sensibilidad; y no estando fundados en la experiencia, tampoco pueden mostrar objeto alguno en la intuición a priori, en el cual hayan fundado su síntesis antes de toda experiencia; y por eso, no solamente despiertan sospechas acerca de la validez objetiva y los límites de su uso, sino también tornan ambiguo aquel concepto de espacio, porque se inclinan a usarlo más allá de las condiciones de la intuición sensible, por lo cual también fue necesaria, más arriba, una deducción trascendental de él. Así, pues, el lector tiene que estar convencido de la ineludible necesidad de tal deducción trascendental, antes de haber dado aún un solo paso en el terreno de la razón pura; pues de otro modo procede a ciegas, y después de haber andado errante por varios lugares, debe volver a la ignorancia de la cual había partido. Pero también debe entender distintamente de antemano la inevitable dificultad, para no quejarse de la oscuridad, allí donde la cosa misma está envuelta en espesos velos, y para no desanimarse demasiado pronto por [la tarea de] despejar obstáculos; porque se trata, o bien de abandonar por completo todas las pretensiones de cogniciones de la razón pura, el terreno más preciado, a saber, [el que está] más allá de los límites de toda experiencia posible, o bien de llevar a su perfecta realización esta investigación crítica.
 
[6] Más arriba, al referirnos a los conceptos de espacio y de tiempo, hemos podido hacer comprensible fácilmente cómo es que éstos, como conocimiento a priori, sin embargo deben referirse necesariamente a objetos; y [cómo] hacían posible un conocimiento sintético de ellos, independiente de toda experiencia. Pues como sólo por medio de tales formas puras de la sensibilidad un objeto puede aparecérsenos, es decir, puede ser objeto de la intuición empírica, entonces espacio y tiempo son intuiciones puras, que contienen a priori la condición de posibilidad de los objetos como fenómenos, y la síntesis en ellos tiene validez objetiva.
 
[7] Por el contrario, las categorías del entendimiento no nos presentan las condiciones bajo las cuales los objetos son dados en la intuición; por consiguiente, pueden, por cierto, aparecérsenos objetos, sin que deban referirse necesariamente a funciones del entendimiento, y [sin que] éste, por tanto, contenga a priori las condiciones de ellos. Por eso se presenta aquí una dificultad que no encontramos en el terreno de la sensibilidad, a saber, cómo condiciones subjetivas del pensar han de tener validez objetiva, es decir, [han de] suministrar condiciones de la posibilidad de todo conocimiento de los objetos; pues sin las funciones del entendimiento pueden, por cierto, ser dados fenómenos de la intuición. Tomo por ejemplo el concepto de causa, que significa una especie particular de síntesis, en la cual a continuación de algo A es puesto algo enteramente diferente B, según una regla. No está claro a priori por qué los fenómenos habían de contener algo semejante (pues no se puede aducir experiencias como prueba, porque la validez objetiva de este concepto debe poder ser expuesta a priori) y por eso es dudoso a priori si un concepto tal no será quizás enteramente vacío y [si acaso] no encontrará en ninguna parte, entre los fenómenos, un objeto. Pues el que los objetos de la intuición sensible deban ser conformes a las condiciones formales de la sensibilidad que residen a priori en la mente resulta claro porque de otro modo no serían objetos para nosotros; pero que además deban ser conformes también a las condiciones que requiere el entendimiento para la unidad sintética del pensar, eso no es una inferencia tan fácil de entender. Pues los fenómenos bien podrían estar, acaso, constituidos de tal manera, que el entendimiento no los encontrara conformes a las condiciones de su unidad, y [de tal manera] que todo estuviera en tal confusión, que por ejemplo en la serie de los fenómenos no se ofreciese nada que suministrase una regla de la síntesis, y que correspondiese, por tanto, al concepto de causa y efecto, de manera que este concepto sería, entonces, enteramente vacío, nulo y sin significado. No por ello los fenómenos dejarían de ofrecer objetos a nuestra intuición, pues la intuición no necesita en modo alguno de las funciones del pensar.
 
[8] Si uno pensara librarse de las fatigas de esta investigación diciendo que la experiencia ofrece insensatamente ejemplos de esa regularidad de los fenómenos, que dan suficiente ocasión para abstraer de ellos el concepto de causa, y para acreditar a la vez, con ello, la validez objetiva de tal concepto, no notaría que de esa manera no puede, en modo alguno, surgir el concepto de causa; sino que él, o bien debe estar fundado enteramente a priori en el entendimiento, o bien debe ser abandonado por completo, como una mera ilusión. Pues ese concepto exige absolutamente que algo A sea de tal naturaleza, que otro algo B le siga necesariamente y según una regla absolutamente universal. Los fenómenos suministran, desde luego, casos, a partir de los cuales es posible una regla según la cual algo acontece habitualmente, pero nunca [dicen] que el resultado sea necesario; por eso, la síntesis de la causa y el efecto posee una dignidad que no se puede expresar empíricamente, a saber, que un efecto no solamente se añade a la causa, sino que es puesto por medio de ella, y resulta de ella. La estricta universalidad de la regla no es tampoco una propiedad de las reglas empíricas, que por inducción no pueden recibir más que una universalidad comparativa, es decir, una aplicabilidad [muy] extendida. Pero el uso de los conceptos puros del entendimiento se alteraría por completo, si se pretendiera tratarlos sólo como productos empíricos.
 
 
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Hasta aquí por hoy. Probablemente deje algún otro material de análisis de lectura de Kant, como para complementar las discusiones de esta clase. En tal caso, ustedes dispondrán de él en la columna de etiquetas del lado derecho del blog.
 
La próxima clase reuniremos en sentido husserliano, las cuestiones aquí indicadas con Kant.
 
Muchos saludos,
 
Verónica Arís
vero.aris@gmail.com


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